Autora: Ángela Castillo Peña
(*) 12 octubre 2012
Era una mañana triste
y nostálgica, las calles se sentían heladas y frías. No sabía dónde me encontraba, lo único de lo que estaba
segura era que estaba perdida. Era un lugar desierto, como si nadie viviera
ahí, yo era la única, la única alma perdida, alma que con el pasar de los
segundos se llenaba de miedo, miedo a no volver a mi
casa, a no volver a ver a mis padres, a mi madre, sentí ligeramente como corría
una lagrima en mis mejillas al mismo tiempo que me preguntaba… ¿Dónde estoy?
Era una sensación de pánico y terror
la que sentí, cuando de pronto, alguien
frotaba mi hombro izquierdo, me puse helada, mi única reacción en ese momento
fue voltear rápidamente para ver quién era. Era pálido, con cabello negro hasta
los hombros, tenía ojos grandes y azules como el mar, su mirada penetraba la
mía…, de pronto con gran dificultad preguntó, ¿Qué haces aquí?... No sé, le
respondí con gran temor.
Después de unos minutos vi como personas parecidas a él aparecían a mi
alrededor, me empezaron a rodear, decían cosas que no entendía, lentamente se
acercaban a mí, lo único que yo hacía era retroceder paso a paso, así me
orillaron a un gran pavimento, di la vuelta lentamente cerré mis ojos y salté,
en ese corto, pero desesperante minuto en lo único que pensaba era en mi
hermano, en el gran deseo de estar ahí con él, abrazándolo fuertemente.
Cuando de repente escuché una voz, era la voz de mi pequeño hermano
diciéndome, tati, tati, hermanita, ¡despierta!........... abrí mis ojos, lo abracé como nunca y le repetí una y otra
vez que lo quería, fue entonces cuando me di cuenta que tan solo había sido un
horrible sueño.
(*) Estudiante del Segundo Ciclo
de Administración de Negocios Agropecuarios del Instituto de Educación Superior
Tecnológico Público, “Centro de Formación
Profesional Binacional”, Mallares, provincia Sullana, Piura-Perú
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